Psicología |
En la vida diaria solemos tener muchas exigencias: la casa, el trabajo, los/as niños/as, la pareja, los progenitores, etc. Muchas personas requieren de nuestra atención y dedicación. Habitualmente, con todo el amor del mundo, queremos darle a los demás lo mejor de nosotros/as. En muchas ocasiones esto es así. Sin embargo, en algunos momentos, por diferentes circunstancias, podemos sentir que no llegamos a todo y, aún así, tratamos de hacerlo. En el intento, nos rompemos por dentro.
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La mayoría de las personas vivimos inmersas en un ritmo frenético de actividad, dedicándonos poco (o ninguno) tiempo a nosotras mismas. Así, el descanso y el autocuidado, quedan muy atrás en nuestra lista de prioridades. Esto nos mantiene en un estado de “actividad interna permanente”, que hace que nuestro Sistema Nervioso Simpático (encargado de activar las reacciones fisiológicas necesarias para la lucha o huida de eventos amenazantes), esté constantemente en funcionamiento.
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Habitualmente, las personas aprendemos y avanzamos en la vida por medio de la frustración. Cuando nos encontramos en un momento de comodidad, estamos «a gusto», «relajados/as», «quietos/as». Y esa sensación es maravillosa.
La vida avanza y comienzan a aparecer situaciones que requieren que hagamos un movimiento (generalmente el movimiento primero es interno y después se materializa en lo externo). Habitualmente, como estabamos muy cómodos/as, no queremos que nada se mueva, queremos quedarnos en ese estado maravilloso, ya que permitir el movimiento interior implica «perder ese estado de comodidad y tranquilidad». En este momento suele aparecer una emoción maravillosa, a pesar de que tiene muy mala fama: LA FRUSTRACIÓN. Esta emoción es la que, en su nivel adecuado, nos permite avanzar y crecer.
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Cuando llegas a mí, lleno/a de espinas por haber estado recorriendo los montes de la vida…, sé que las espinas que se han clavado en tu piel te escuecen; te escuecen tanto que tú solo/a no puedes sacártelas, llegas a mi lleno/a de dolor y desesperación.
Apareces, esperando que alguien te quite el dolor y, muchas veces, éste, hace que ni tan siquiera puedas ver las espinas. Trato de calmarte e intento acariciarte, pero eso no sirve, porque cada vez que lo hago, una de ellas se clava, aún más, en tu piel y el dolor te resulta insoportable. Tengo que tener mucho cuidado y atención para tocar ese pedazo de piel que no duele; aquella que no tenga ninguna púa. Sé que si toco en otro lado, tu dolor te hará desconfiar de mí.
A veces, mi atención no es exacta y pongo mi mano en un lugar donde había una astilla que no pude ver y ella penetra más en tu piel. Cuando veo tu dolor, tengo que aumentar mi atención para centrarme en aquella zona de tu piel que está libre y sana y, así, cuando puedas descansar un poco en el regazo de mi caricia, coger suavemente una pequeña espina y tirar de ella para sacarla.
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Somos personas sociales, y como tales, gran parte de nuestras creencias y actitudes las hemos aprendido mediante la “educación” que hemos recibido. Nos han enseñado cómo hemos de comportarnos, qué está bien y qué mal, qué debemos creer, pensar y sentir para ser aceptados. Solemos dar mensajes acerca de qué es correcto y qué no, categorizando cada uno de ellos en positivos o negativos. Personalmente, me chirría mucho cuando una persona dice que hay emociones positivas y negativas. Las emociones son emociones y cada una de ellas tiene una función (pero este es tema para otro post). En definitiva… ¡Nos encanta ponerle etiquetas a todo!.
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Las personas no queremos sentir miedo y, por ello, tratamos constantemente de evitarlo. Cuando hacemos esto, nos estamos negando la oportunidad de aprender de él, ya que la única manera de descubrir cómo funciona nuestro miedo es viviéndolo y sintiéndolo. Cuando nos permitimos sentirlo y abandonarnos a él, empezamos a descubrir un montón de sensaciones como pueden ser: intensidad, dolores corporales, pensamientos sobre el futuro o el pasado, negación de la experiencia presente, comparación, resistencias, etc… Al descubrir esto, podemos darnos cuenta de que todas esas sensaciones son relativas y producto de nuestra mente, a pesar de que las vivamos como reales. De esta manera, podemos aprender de nuestro miedo y relativizarlo. Llega un momento, en ese proceso de aprendizaje, en el que aparece la aceptación y, en ese instante, es cuando el miedo desaparece y aparece el AMOR. Esto se debe a que la aceptación y el miedo son dos cosas contrapuestas. De esta manera, atravesando nuestro miedo, podemos llegar al AMOR, pero esto nunca ocurrirá si lo rechazamos, ya que no podremos ver cuál es la perspectiva real del miedo. Por todo ello, es importante que cuando sintamos miedo nos abramos a la posibilidad de experimentarlo en toda su magnitud.